Legado materno para una filóloga

Mi madre —qué bien suena esa palabra, por cierto— es mucho más que un ceño fruncido en las fotografías, más que unas manos grandes y encalladas cuyas caricias arañan, más que un despertar de domingo con rebanás de pan frito en la mesa y café caliente en el anafe, más que una sonrisa tímida. Mi madre, como cualquier madre, es mucho más que el pecho blando y caliente en el que se refugiaba mi miedo cuando la oscuridad en mitad del campo me asustaba en las noches sin luna; más que la huella del olor inconfundible de su piel en un camisón de dormir doblado bajo la almohada. Mi madre, aparte de todo eso, es la mujer que mantiene vivas palabras y expresiones que raramente hoy oigo en otras bocas; vocablos y refranes que construyeron mi vida junto a ella. Y es ahora, con la distancia, cuando advierto que aquel léxico tan familiar en nuestro día a día quizá no lo es tanto para el resto del mundo. Juzguen ustedes mismos.

Mi infancia está hecha de palabras que tienen su voz y su entonación, las palabras de mi madre. Para ella, dependiendo del momento, yo podía ser una pejiguera, una pipirica o una caricato; no soportaba que esculcara en sus cajones lampando por encontrar un tesoro, ni que hiciera espantijos o morisquetas cuando la comida no me gustaba; y, por supuesto, nunca toleró que yo formara una zapatiesta. Pero vayamos por partes.

Según el académico Diccionario de la lengua española —DLE—, pejiguera es la ‘cosa que sin traernos gran provecho nos pone en problemas y dificultades’; así, mi madre me la aplicaba cuando en vez de ayudarla le complicaba la existencia. ¿De dónde viene esta palabra? Del latín persicaria, y este a su vez de persĭcus, que nombra al duraznillo, una hierba que suele crecer en las orillas de los ríos y arroyos. En algunas de sus variantes, esta puede llegar a ser tóxica, así que supongo que de ahí deriva la identificación de la hierba con quien ofrece «problemas y dificultades».

Pero, si en vez de molestar, yo resultaba graciosa y la entretenía con teatralizadas tonterías, mi madre sentenciaba: «¡Qué caricato eres!». El caricato, según el DLE, es el actor cómico especializado en imitar a personajes conocidos, en ocasiones improvisando, y en la ópera es el cantante que interpreta los papeles de bufo. Además, en su italiano original, caricato significa ‘exagerado’. Todo cuadra.

Aparte de pejiguera y caricato, de niña solía ser pipirica. Esta palabra no aparece recogida en ninguno de los diccionarios consultados, pero comparte el significado que mi madre le otorgaba con otra que sí se encuentra: pizpireta, es decir, ‘alegre, vivaz y coqueta’.

La risa y la alegría no eran eternas y también había lugar para el enfado materno. La mujer me acusaba —con toda la razón— de esculcar en sus cajones. En su segunda acepción, el DLE nos revela mi delito: ‘registrar para buscar algo oculto’. Etimológicamente, quizá del latín tardío *sculcāre, y este del germánico *skulkan; cf. danés skulke: ‘estar al acecho’.

Y sí, lo reconozco, yo esculcaba en sus cajones a pesar de la regañina una y otra vez, porque lampaba por encontrar mi tesoro, ya fuera en forma de libro prohibido o de chocolate oculto. He dicho lampar, que es más que desear: derivado del latín lampas, -ădis, y este del griego λαμπάς, que significa ‘antorcha’. Cuando sientes ansiedad y ardor por lograr algo, cuando te conviertes en una «antorcha» ardiente en la búsqueda de tu deseo, el verbo desear o querer se quedan cortos, ignífugos  y mucho menos expresivos que lampar. Este, en su primera acepción, significa además ‘afectar la boca con una sensación de ardor o picor’. Todo muy incendiario.

Donde también había fragores de batalla era en la mesa cuando la comida no me gustaba y me veía obligada a comerla entre morisquetas y espantijos. Ambos vocablos se referían en boca de mi madre a gestos de desagrado con la cara, muecas exageradas, propias de una caricato como yo. Morisqueta aparece en el DLE como palabra formada por morisco y –eta que significa ‘carantoña, mueca’ y  también ‘acción con que alguien pretende engañar, burlar o despreciar a otra persona’ —o en mi caso al plato de lentejas—. Espantijos no aparece como tal, pero sí espantajo, procedente del despectivo de espanto, como la ‘cosa que por su representación o figura causa infundado temor’ —en efecto, mi mueca era de terror hacia las pobres legumbres—. Y las acababa comiendo para no formar una zapatiesta, a saber: un ‘alboroto, jaleo, riña’.

Más allá de los sinsabores gastronómicos y familiares, de vez en cuando me caía una propina con la que engordar la alcancía, palabra mucho más hermosa que la simple hucha. Alcancía viene del árabe hispánico *alkanzíyya y este del árabe clásico kanz, que significaba ‘tesoro’.  En el español de América se sigue usando alcancía para nombrar al cepillo para limosnas o donativos.

Echo de menos palabras así de eufónicas como añoro también el juego de la pipirigaña, que consistía en que mi madre cantaba, o más bien cantiñeaba, mientras me pellizcaba la mano, sentadas ambas en el sardinel de casa —es decir, en el escalón de entrada—. Sardinel viene del catalán sardinell, ‘sardina’, por semejanza con las sardinas prensadas, pues en la obra de albañilería a la que se refiere los ladrillos se colocan de canto, en posición vertical, adosados por sus caras; como sardinitas en lata. Pura metáfora.

Mi madre es esa mujer que en vez de anteayer dice antier —arcaísmo recogido en el diccionario y aún usado en el español de América—; que cuando quiere que te dure algo, en vez de «cuídalo», te dice «empánalo»; que ante una duda pregunta: «¿Eso qué entitula?»; que utiliza el verbo encartarse con el sentido de ‘presentarse una ocasión’; que en vez de al fin usa la locución al remate; que si le preguntas cómo está, te contesta que va renqueando —según el DLE, renquear: ‘andar o moverse como renco, oscilando a un lado y a otro a trompicones’—; que si te presentas en casa y aún no tiene la comida hecha, te avisa diciendo que «está el gato echado en la ceniza» —o sea, que el fuego no se ha encendido—; la misma que afectuosamente te llama imío o imía en lugar de rey mío o reina mía —tras una aféresis o supresión de la sílaba inicial re– en el masculino, y la construcción del femenino imía por asimilación al masculino ya acortado imío­—.  

En definitiva, mi madre es esa mujer que en su voz mantiene vivo un castellano puro y arraigado, ese léxico que para muchos duerme ignorado entre las páginas del diccionario y que en su boca se despierta cada día con la naturalidad y la sencillez de quien desconoce cuán bello es el legado lingüístico que le deja a esta hija suya filóloga.

Por qué estudiar Filología Hispánica

«¿Estudio Filología Hispánica?», he aquí la cuestión. Llevo un rato dándole vueltas a cómo enfocar esta entrada. Quería responder públicamente a esta pregunta que cada año, por esta misma fecha, algunos me planteáis en privado y muchos otros os hacéis ante el formulario de preinscripción de la Universidad aún sin completar. Al fin, no encuentro mejor manera de resolverla que contándoos sencillamente mi propia experiencia.

Hace once años me licencié en Filología Hispánica en la Universidad de Sevilla. Desde entonces he recorrido distintos caminos, he tropezado un par de veces y me he levantado otras tantas; y aunque sospecho que puede aguardarme alguna piedra más, hoy vivo de pie. Quiero ser completamente sincera. En este tiempo, ha habido momentos desesperantes y voces en mi cabeza que me invitaban, al borde del precipicio, a pensar si no tendrían razón aquellos que me decían que no desperdiciara mis capacidades y mi nota media con una carrera como Filología Hispánica, que debía aspirar a mucho más. El vértigo me ha acompañado desde que decidí, además, que no optaría por el camino más usual, el de la docencia. A veces, me he sentido perdida y he lamentado no haber tomado la opción del éxito que otros me prometían segura. He dudado, sí. «El mundo entero se derrumba y tú te haces filóloga…», ¡qué absurda! Cuántas veces me he imaginado otra vida para mí, con otro perfil más acorde a lo valorado en estos tiempos; pero, ante esa imagen, ha venido a mi mente siempre la lucidez.

No, no me arrepiento de haber estudiado Filología. Si no lo hubiera hecho, ahora no sabría lo que esconden las palabras, seguiría sin notar el doble latido del corazón en nuestro recuerdo; no contaría con Catulo besos –basia mille, deinde centum, dein mille altera, dein secunda centum, deinde usque altera mille, deinde centum– en vez de ovejas para dormir; ni distinguiría la yod viva hoy en la punta de mi lengua; ni entendería por qué el autor del Quijote firmaba como Cerbantes, con b; ni pensaría en la Romania dividida por un queso; ni habría conversado, frente a frente, texto a texto, con los inagotables clásicos… No, hubiera perdido demasiado.

Decía el nobel Bertrand Russell que los hombres del pasado eran a menudo limitados y provincianos en el espacio, pero que la mayoría de los de nuestra época lo son en el tiempo. En ese límite estuvo la clave de mi decisión, la fuerza para decir instintivamente sí, frente a las voces que intentaban convencerme de lo contrario. Estudiar Filología iba a darme el pasaporte para transitar un mundo inaccesible para otros. ¿Aspirar a más? Yo quería que la intelijencia me diera el nombre exacto de las cosas, y entender ciertas respuestas o, al menos, saber formular las preguntas exactas. Filología iba a entregarme la llave de todo un universo.

Aposté por ella. Curso a curso, me enseñó a ser capaz de leer, escuchar o hablar con un ojo asomado en el microscopio y percibir con nitidez a través de su lente los microorganismos de la lengua, temblorosa como una luna en el agua, llena de peces, de movimientos vivos; me convirtió en arqueóloga de palabras, en remendadora de frases y cirujana de textos; y, sobre todo, me dio un contexto más amplio, una forma de mirar cada día la vida a mi alrededor. Eso hoy no lo cambiaría por nada.  

Sé lo que os preocupa: ¿salidas profesionales para un filólogo? Todas las que seáis capaces de imaginar. Que no os engañen. El camino no es fácil, pero hoy pocos senderos lo son. Lo más probable es que la batalla sea larga, pero la victoria se saborea mejor si uno toma las armas que más ama para luchar. A final de mes, se hacen números, sí; pero al final de cada día se hacen otro tipo de cuentas. A estas alturas, ya sé que en este mundo las Humanidades no me darán prosperidad, pero sí me harán sentir la vida más plena.

Por eso, si os apasiona el lenguaje, si entre libros vivís más felices, si disfrutáis curioseando en el diccionario o sentís el ansia de no perderos en aquel laberinto creado por Borges, no escuchéis las voces que os amilanan. Amilanar… ¿no es una palabra fascinante? Si vuestra respuesta es sí, ya habéis elegido. Saludos cordiales –de nuevo late el cord, cordis romano en el pecho, ¿lo notáis?–, compañeros filólogos.

El tesoro prohibido

Estaba en el último cajón del ropero de mi madre, al fondo, oculto entre las sábanas sin estrenar del inmenso e inútil ajuar que bordara en su adolescencia mientras aún esperaba conocer a mi padre. En su cubierta, el dibujo de dos sonrientes muchachos tumbados en las ramas de un árbol, a la orilla de un río; y unas letras que yo no sabía descifrar.

Cuando nadie me veía me escapaba al dormitorio grande, cerraba la puerta, y sigilosamente sacaba el libro de su escondite. Lo ojeaba, miraba los dibujos –aquellos niños, la anciana gruñona, la hermosa niña de trenzas rubias, el indio amenazante…– y me concentraba en aquellas letras intentando en vano interpretarlas.

La mayoría de las veces era pillada in fraganti y me caía la monumental. Otra vez esculcando en sus cosas, otra vez cogiendo el libro prohibido, otra vez desobedeciendo. Con esto no se juega, esto es un recuerdo de la abuela, la abuela ya no está, era de mi madre, ¿es que no entiendes?, no toques ese libro, como lo rompas te mato, como lo vuelvas a tocar vas a saber quién soy yo, vete de aquí. Y me iba envuelta en lágrimas, con el corazón encogido, no tanto por la ira materna sino por haber sumado un nuevo fracaso a mi lista de intentos fallidos.

Días más tarde, la curiosidad volvía a envenenar mi vocación de dócil hija y me llenaba de valor para reemprender la misma peligrosa aventura: pasar un rato con aquel libro entre las manos, sentada en el suelo, pasando las páginas, reconociendo las primeras letras, la primera palabra… ¡ya tenía una! Algún día, todas serían mías y sabría lo que le pasaba a aquellos niños con aquel indio, y por qué pintaban de blanco aquella valla, y por qué el que más veces aparecía en los dibujos sonreía con picardía…

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain. Eso era lo que decían las letras de la cubierta. El poder era mío. Nada me detendría. ¡Tom! Nadie responde. ¡Tom! Nadie responde. ¿Dónde se habrá metido ese demonio de chico? La anciana miró por encima de sus anteojos… Aún hoy me sé de memoria la primera página de aquel libro. Nunca olvidaré el día que pude leerlo completo ni el momento en el que mi madre me lo regaló al comprender que, lejos de romperlo, cuidaría como nadie de aquel tesoro suyo tristemente heredado.

Ese fue mi primer libro. El que me hizo desear aprender a leer antes de tiempo. El que sembró en mí la sed de otras vidas distintas encriptadas en letras, el ansia de aventuras entre líneas. Lo descubrí en el último cajón del ropero de mi madre, al fondo, oculto entre las sábanas, sin estrenar casi, sin que nadie lo hubiera leído en los últimos treinta años, como si él mismo fuera parte del inútil ajuar guardado, cerrado y mudo mientras esperaba conocerme.