Por qué estudiar Filología Hispánica

«¿Estudio Filología Hispánica?», he aquí la cuestión. Llevo un rato dándole vueltas a cómo enfocar esta entrada. Quería responder públicamente a esta pregunta que cada año, por esta misma fecha, algunos me planteáis en privado y muchos otros os hacéis ante el formulario de preinscripción de la Universidad aún sin completar. Al fin, no encuentro mejor manera de resolverla que contándoos sencillamente mi propia experiencia.

Hace once años me licencié en Filología Hispánica en la Universidad de Sevilla. Desde entonces he recorrido distintos caminos, he tropezado un par de veces y me he levantado otras tantas; y aunque sospecho que puede aguardarme alguna piedra más, hoy vivo de pie. Quiero ser completamente sincera. En este tiempo, ha habido momentos desesperantes y voces en mi cabeza que me invitaban, al borde del precipicio, a pensar si no tendrían razón aquellos que me decían que no desperdiciara mis capacidades y mi nota media con una carrera como Filología Hispánica, que debía aspirar a mucho más. El vértigo me ha acompañado desde que decidí, además, que no optaría por el camino más usual, el de la docencia. A veces, me he sentido perdida y he lamentado no haber tomado la opción del éxito que otros me prometían segura. He dudado, sí. «El mundo entero se derrumba y tú te haces filóloga…», ¡qué absurda! Cuántas veces me he imaginado otra vida para mí, con otro perfil más acorde a lo valorado en estos tiempos; pero, ante esa imagen, ha venido a mi mente siempre la lucidez.

No, no me arrepiento de haber estudiado Filología. Si no lo hubiera hecho, ahora no sabría lo que esconden las palabras, seguiría sin notar el doble latido del corazón en nuestro recuerdo; no contaría con Catulo besos –basia mille, deinde centum, dein mille altera, dein secunda centum, deinde usque altera mille, deinde centum– en vez de ovejas para dormir; ni distinguiría la yod viva hoy en la punta de mi lengua; ni entendería por qué el autor del Quijote firmaba como Cerbantes, con b; ni pensaría en la Romania dividida por un queso; ni habría conversado, frente a frente, texto a texto, con los inagotables clásicos… No, hubiera perdido demasiado.

Decía el nobel Bertrand Russell que los hombres del pasado eran a menudo limitados y provincianos en el espacio, pero que la mayoría de los de nuestra época lo son en el tiempo. En ese límite estuvo la clave de mi decisión, la fuerza para decir instintivamente sí, frente a las voces que intentaban convencerme de lo contrario. Estudiar Filología iba a darme el pasaporte para transitar un mundo inaccesible para otros. ¿Aspirar a más? Yo quería que la intelijencia me diera el nombre exacto de las cosas, y entender ciertas respuestas o, al menos, saber formular las preguntas exactas. Filología iba a entregarme la llave de todo un universo.

Aposté por ella. Curso a curso, me enseñó a ser capaz de leer, escuchar o hablar con un ojo asomado en el microscopio y percibir con nitidez a través de su lente los microorganismos de la lengua, temblorosa como una luna en el agua, llena de peces, de movimientos vivos; me convirtió en arqueóloga de palabras, en remendadora de frases y cirujana de textos; y, sobre todo, me dio un contexto más amplio, una forma de mirar cada día la vida a mi alrededor. Eso hoy no lo cambiaría por nada.  

Sé lo que os preocupa: ¿salidas profesionales para un filólogo? Todas las que seáis capaces de imaginar. Que no os engañen. El camino no es fácil, pero hoy pocos senderos lo son. Lo más probable es que la batalla sea larga, pero la victoria se saborea mejor si uno toma las armas que más ama para luchar. A final de mes, se hacen números, sí; pero al final de cada día se hacen otro tipo de cuentas. A estas alturas, ya sé que en este mundo las Humanidades no me darán prosperidad, pero sí me harán sentir la vida más plena.

Por eso, si os apasiona el lenguaje, si entre libros vivís más felices, si disfrutáis curioseando en el diccionario o sentís el ansia de no perderos en aquel laberinto creado por Borges, no escuchéis las voces que os amilanan. Amilanar… ¿no es una palabra fascinante? Si vuestra respuesta es sí, ya habéis elegido. Saludos cordiales –de nuevo late el cord, cordis romano en el pecho, ¿lo notáis?–, compañeros filólogos.

El tesoro prohibido

Estaba en el último cajón del ropero de mi madre, al fondo, oculto entre las sábanas sin estrenar del inmenso e inútil ajuar que bordara en su adolescencia mientras aún esperaba conocer a mi padre. En su cubierta, el dibujo de dos sonrientes muchachos tumbados en las ramas de un árbol, a la orilla de un río; y unas letras que yo no sabía descifrar.

Cuando nadie me veía me escapaba al dormitorio grande, cerraba la puerta, y sigilosamente sacaba el libro de su escondite. Lo ojeaba, miraba los dibujos –aquellos niños, la anciana gruñona, la hermosa niña de trenzas rubias, el indio amenazante…– y me concentraba en aquellas letras intentando en vano interpretarlas.

La mayoría de las veces era pillada in fraganti y me caía la monumental. Otra vez esculcando en sus cosas, otra vez cogiendo el libro prohibido, otra vez desobedeciendo. Con esto no se juega, esto es un recuerdo de la abuela, la abuela ya no está, era de mi madre, ¿es que no entiendes?, no toques ese libro, como lo rompas te mato, como lo vuelvas a tocar vas a saber quién soy yo, vete de aquí. Y me iba envuelta en lágrimas, con el corazón encogido, no tanto por la ira materna sino por haber sumado un nuevo fracaso a mi lista de intentos fallidos.

Días más tarde, la curiosidad volvía a envenenar mi vocación de dócil hija y me llenaba de valor para reemprender la misma peligrosa aventura: pasar un rato con aquel libro entre las manos, sentada en el suelo, pasando las páginas, reconociendo las primeras letras, la primera palabra… ¡ya tenía una! Algún día, todas serían mías y sabría lo que le pasaba a aquellos niños con aquel indio, y por qué pintaban de blanco aquella valla, y por qué el que más veces aparecía en los dibujos sonreía con picardía…

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain. Eso era lo que decían las letras de la cubierta. El poder era mío. Nada me detendría. ¡Tom! Nadie responde. ¡Tom! Nadie responde. ¿Dónde se habrá metido ese demonio de chico? La anciana miró por encima de sus anteojos… Aún hoy me sé de memoria la primera página de aquel libro. Nunca olvidaré el día que pude leerlo completo ni el momento en el que mi madre me lo regaló al comprender que, lejos de romperlo, cuidaría como nadie de aquel tesoro suyo tristemente heredado.

Ese fue mi primer libro. El que me hizo desear aprender a leer antes de tiempo. El que sembró en mí la sed de otras vidas distintas encriptadas en letras, el ansia de aventuras entre líneas. Lo descubrí en el último cajón del ropero de mi madre, al fondo, oculto entre las sábanas, sin estrenar casi, sin que nadie lo hubiera leído en los últimos treinta años, como si él mismo fuera parte del inútil ajuar guardado, cerrado y mudo mientras esperaba conocerme.

 

Una isla literaria en San Bernardo

«¡Dios!», dijo, «cuando le vendes un libro a alguien no solamente le estás vendiendo doce onzas de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva. Amor, amistad y humor y barcos que navegan en la noche. En un libro cabe todo, el cielo y la tierra, en un libro de verdad, quiero decir. ¡Repámpanos! Si en lugar de librero fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas la gente correría a su puerta a recibirme, ansiosa por recibir mi mercancía. Y heme aquí con mi cargamento de salvaciones eternas. Sí, señora, salvación para sus pequeñas y atribuladas almas. Y no vea cómo cuesta que lo entiendan. Sólo por eso vale la pena. […] Eso es lo que este país necesita: ¡más libros!»

Christopher Morley

La librería ambulante, Periférica

Más libros leídos, entiéndase; este país ─este mundo─ necesita más lectores y más librerías, y, si me dejan elegir, puntualizo: más librerías pequeñas, librerías de las de librero vocacional, de las que se abren con el corazón más que con la calculadora en la mano. Porque, como apuntaba Jorge Carrión en su magnífico ensayo Librerías (Anagrama, 2013), «todo buen librero tiene algo de médico, farmacéutico o psicólogo», y la vida es mucho menos dañina si se les tiene cerca para recomendarnos el manual de supervivencia perfecto en cada necesidad.

En Sevilla no podemos quejarnos: tenemos espacios literarios con personalidad propia alimentados por soñadores amantes de los libros y la cultura (El gato en bicicleta, La Extravagante, Casa Tomada… son solo algunos ejemplos). Esta semana, en la que ha cerrado sus puertas la librería Beta de Sierpes –una menos–, he tenido la oportunidad de conocer la última de las valientes que ha nacido en Sevilla –una más–, concretamente en el barrio de San Bernardo, en la calle del mismo nombre. La visita merece la pena. La Isla de Siltolá, así se llama este nuevo remanso poético de la ciudad, es el nuevo proyecto de Javier Sánchez Menéndez, poeta y editor, entre otras cosas. Todo en esta librería invita a quedarse atrapado en ella, olvidado el mundo que espera fuera. Las estanterías están llenas de las mejores páginas salvavidas, mucho verso –nunca demasiado– y también prosa escogida, una selección para los náufragos más pequeños, libros de viejo, el Quijote en sus mejores ediciones y, para regar el paladar, algunos vinos. Vayan y buceen en el «azul Siltolá», refúgiense en la isla de la poesía y la buena literatura. Les aseguro que llegarán a buen puerto.

Sin título

Pessoa, gafas y pajarita

Pessoa, gafas y pajarita. Escrito por Jesús Marchamalo. Ilustrado por Antonio Santos. Editado por Nórdica Libros. Apenas 45 páginas de 12 por 15 centímetros para pasear junto a Fernando Pessoa por su vida y contemplar el retrato impresionista de su personalidad, construido en pinceladas de anécdotas y recuerdos de trazos simples pero vivos, con el color brillante de la prosa poética de Marchamalo y el negro sobre blanco de las ilustraciones de Antonio Santos, que no necesitan más floritura para hacer que el poeta luso nos mire desde la página. Breve lectura recomendada para devotos, ateos y agnósticos de Pessoa. Una infancia con olor a linimento, el pánico a las tormentas, el miedo a la locura, la abuela Dionisia, los amigos invisibles, la muerte del padre, un niño de cinco años, el padrastro, la mudanza, la educación en inglés, té con pastas y Dickens, cuellos y puños de almidón; volver a Lisboa, el peor eslogan para la Coca-cola, un trance en la noche, escribir, ser otro, poetas espectrales; Ophélia Queiroz, diecinueve años, mecanógrafa… Hamlet y un beso, cosquillas con el bigote, cartas ñoñas a Ophelinha, adiós, como dos niños que se amaron un poco; su última fotografía borrosa, desapareciendo ya, su mirada, prematura vejez, «No sé lo que mañana traerá», últimas palabras, «Acércame las gafas». Fin de Pessoa, fin de heterónimos, fin de los miedos y de la tarde al anochecer. Leer Pessoa, gafas y pajarita es como asistir a la proyección de esa sucesión frenética de imágenes, sumario sentimental de una vida, que se produce en la mente de aquel que se siente a punto de perderla, en ese segundo que inicia el fin del desasosiego.

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Dicen haber leído…

Según el CIS, dos de cada diez españoles dicen haber leído el Quijote (insisto, «dicen haber leído»). En la misma encuesta, cuando se preguntaba a esos dos de cada diez por el nombre de don Quijote, solo un 16 % acertó responder Alonso Quijano. No voy a entrar a valorar lo poco que se lee el Quijote, ni las causas por las que no se hace. En estas lides de la lectura soy bastante transigente y creo a pies juntillas en el decálogo de Pennac: El primer derecho del lector es no leer.

Si trasladáramos la encuesta del CIS al Hemiciclo, Pedro Sánchez sería uno de esos dos de cada diez que dice haber leído el Quijote. De hecho, el candidato socialista reconoce haberlo leído incluso dos veces… Y permítanme que sonría. En esta etapa de pactos y no-pactos postelectorales a la que nos ha tocado asistir, se echan de menos más que nunca las páginas de Don Quijote. Esa larga conversación entre el loco de don Alonso y su fiel Sancho, ese diálogo real que conlleva el acercamiento de esos dos polos tan opuestos como la locura y la cordura. Cervantes nos enseñó que en el justo diálogo estaba la virtud, en el escuchar al otro, en el quijotizarse o sanchificarse a fuerza de tanto camino compartido solidariamente.

Por desgracia, hoy no se lee el Quijote, ni siquiera donde más falta hace, por más que se tuitee, por más disfraces y circos que se aplaudan, por más que se cite incluso falsamente… Estamos en la era del postureo (Quien esté libre de selfi que tire la primera piedra). Qué pocos quijotes en el horizonte para seguir fielmente, qué pocos sanchos que gobiernen con cabeza ínsulas y penínsulas, cuántos gineses de Pasamonte a los que volver a votar…

Cojo el Quijote y lo abro al azar: capítulo XV de la primera parte. Poso mi vista sobre unas palabras de Sancho: «De lo que yo me maravillo es de que mi jumento haya quedado libre y sin costas de donde nosotros salimos sin costillas». Y sonrío. Vuelvo a repetir la operación y esta vez el destino me lleva al capítulo XXI de la segunda parte: «¡No milagro, milagro, sino industria, industria!», dice el pícaro de Basilio. Y vuelvo a sonreir. ¡Ay, si al menos dos de cada diez te leyeran…!

elquijote