De maestros y ministros

En esta definitiva semana de junio en la que coinciden el fin de curso escolar y las elecciones generales, viene mejor que nunca recordar la etimología de dos palabras tan determinantes en nuestra vida como maestro y ministro. ¿Se os ocurre qué relación pueden tener? Una pista: el maestro es más que el ministro; o, dicho de otro modo, el ministro es menos que el maestro… y que cualquiera. Veamos.

La palabra maestro deriva del latín magister (concretamente, de su forma en acusativo magistrum). En ese vocablo está presente el magis latino (que significa literalmente ‘más’) y un sufijo contrastivo procedente del indoeuropeo –ter. Ese magister venía a designar, por tanto, al que era más que otros, al que destacaba, al superior, al ‘jefe’. No tenía en principio el sentido de maestro de escuela actual (el que enseñaba era, para los romanos, docente: participio de presente del verbo latino doceo, ‘enseñar’), sino que, usado en expresiones como magister equitum (‘jefe de caballería’) o magister militum (‘jefe militar’), hacía referencia a la persona que estaba al mando. De hecho, ese magis-ter con su sentido original de jefe destacado podemos sentirlo hoy presente en nuestro actual magistrado.

¿Y entonces era un maestro más que un ministro? Al menos, literalmente para los romanos sí. La palabra ministro deriva del vocablo latino minister, que como bien podéis adivinar está formado por el latín minus (‘menos’) y el sufijo contrastivo –ter arriba mencionado. El minister era, por tanto, el que es menos, el ‘mínimo’, o sea un ‘servidor’, un ‘criado’. ¿Un criado en el poder? ¿Cómo se explica? En los siglos IV y V d. C., los emperadores romanos formaban su gabinete de gobierno eligiendo de entre sus servidores o criados de suma confianza a los hombres que se encargarían de ayudarle en las distintas áreas de gestión del imperio. Sus ministri (ministros) eran «menos que cualquiera» y estaban al servicio absoluto del pueblo y su emperador.

Así que maestros y ministros son, en su raíz etimológica, completamente contrarios. ¡Cómo cambian las cosas con el paso del tiempo! Afortunadamente, la historia de la lengua siempre podrá recordarnos el lugar original de cada uno.

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Palabras rescatadas (II)

En esta segunda entrega de palabras rescatadas vamos a ocuparnos de dos vocablos tan sonoramente agraciados como quisicosa y trapisonda. Veámoslos uno por uno.

¿Qué cosa es la quisicosa? Con ese juego de palabras interrogativas en su etimología, la quisicosa es un enigma u objeto de pregunta muy dudosa y difícil de averiguar. ¿Fácil de recordar, verdad?

Por su parte, trapisonda tiene varios sentidos de uso que nos aclara el DRAE: puede designar una bulla o riña con voces o acciones; coloquialmente, un embrollo (enredo, confusión); y ya en desuso, la agitación del mar, formada por olas pequeñas que se cruzan en diversos sentidos y cuyo ruido se oye a bastante distancia.

En cuanto a su etimología, trapisonda deriva de Trebisonda, nombre de una provincia del noroeste de Turquía con capital homónima a orillas del mar Negro. El Imperio de Trebisonda (aludido en novelas de caballerías e incluso en el propio Quijote) existió en la Edad Media y ocupó un territorio interpuesto entre las rutas comerciales que conectaban Constantinopla e Irán, foco de conflictos entre bizantinos, turcos y mongoles, cuya continua belicosidad justifica que hoy nuestra rescatada trapisonda exista en el diccionario designando la mencionada bulla, riña o embrollo.

Y para los más curiosos, ¿por qué el topónimo de Trebisonda? He aquí la respuesta: Trebisonda había sido una ciudad originariamente fundada por los griegos allá por el siglo VIII a. C. Ellos la llamaron Τραπεζοῦς, lo que viene a significar algo así como ‘que está situada sobre una mesa –Tράπεζα‘, probablemente por la forma de meseta del lugar donde se ubicó aquella antigua colonia que luego daría tanta guerra.

Quisicosa y trapisonda esperan en el diccionario, calladitas pero coquetas, a que las incorpores a tu vocabulario. ¿Te animas a rescatarlas?

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¿Tengo monos en la cara?

«Eh, ¡tú! Sí, tú… ¿qué miras? ¿Tengo monos en la cara?» Probablemente alguna vez hemos usado esta expresión al sentirnos observados descaradamente por alguien, pero ¿os habéis preguntado por qué precisamente monos en la cara? ¿De dónde viene esta expresión? Vayamos por partes.

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Para empezar, como ya vimos anteriormente (recordemos, por ejemplo, el origen de «No hay tu tía»), a veces las palabras que hoy usamos derivan de errores o malinterpretaciones que se acabaron generalizando y asimilando como propias. En este caso, como ya sospecharéis, no se trata de chimpancés, gorilas ni orangutanes, pues no son monos lo que tenemos en la cara sino momos.

¿Y qué es un momo? El DRAE aclara que un momo es un «gesto, figura o mofa que se ejecuta regularmente para divertir en juegos, mojigangas y danzas». De modo que lo que preguntamos irónicamente si tenemos en la cara al que nos mira con descaro no son primates sino gestos ridículos.

Pero ¿de dónde viene momo y por qué es un gesto de burla? La palabra momo deriva del latín medieval Momus y este a su vez del griego Μῶμος, que no es sino el nombre del dios de la burla, la personificación del sarcasmo y la crítica. Esta irreverente divinidad, expulsada del Olimpo por mofarse incluso de los dioses, era representada con una máscara y un cetro acabado en una cabeza grotesca, símbolo de la locura.

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El dios Momo en el cartel del Carnaval de Écija de 2015.

En conclusión, «tener momos en la cara» era, en su origen, algo así como un gesto burlesco o disparatado. Sin embargo, el uso cotidiano de la expresión y el cada vez mayor desconocimiento de la palabra momo provocaría, con el tiempo, que los hablantes la confundieran con aquella otra que aludía al simpático primate tan similar al oído en la pronunciación. Así, hoy preguntamos retóricamente si tenemos «monos en la cara» al que nos examina con la mirada sin disimulo, aunque en el origen de esta evolución no estuviera el mono sino el momo, un gesto divertido que hacía honor al mismísimo dios de la burla.