El tesoro prohibido

Estaba en el último cajón del ropero de mi madre, al fondo, oculto entre las sábanas sin estrenar del inmenso e inútil ajuar que bordara en su adolescencia mientras aún esperaba conocer a mi padre. En su cubierta, el dibujo de dos sonrientes muchachos tumbados en las ramas de un árbol, a la orilla de un río; y unas letras que yo no sabía descifrar.

Cuando nadie me veía me escapaba al dormitorio grande, cerraba la puerta, y sigilosamente sacaba el libro de su escondite. Lo ojeaba, miraba los dibujos –aquellos niños, la anciana gruñona, la hermosa niña de trenzas rubias, el indio amenazante…– y me concentraba en aquellas letras intentando en vano interpretarlas.

La mayoría de las veces era pillada in fraganti y me caía la monumental. Otra vez esculcando en sus cosas, otra vez cogiendo el libro prohibido, otra vez desobedeciendo. Con esto no se juega, esto es un recuerdo de la abuela, la abuela ya no está, era de mi madre, ¿es que no entiendes?, no toques ese libro, como lo rompas te mato, como lo vuelvas a tocar vas a saber quién soy yo, vete de aquí. Y me iba envuelta en lágrimas, con el corazón encogido, no tanto por la ira materna sino por haber sumado un nuevo fracaso a mi lista de intentos fallidos.

Días más tarde, la curiosidad volvía a envenenar mi vocación de dócil hija y me llenaba de valor para reemprender la misma peligrosa aventura: pasar un rato con aquel libro entre las manos, sentada en el suelo, pasando las páginas, reconociendo las primeras letras, la primera palabra… ¡ya tenía una! Algún día, todas serían mías y sabría lo que le pasaba a aquellos niños con aquel indio, y por qué pintaban de blanco aquella valla, y por qué el que más veces aparecía en los dibujos sonreía con picardía…

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain. Eso era lo que decían las letras de la cubierta. El poder era mío. Nada me detendría. ¡Tom! Nadie responde. ¡Tom! Nadie responde. ¿Dónde se habrá metido ese demonio de chico? La anciana miró por encima de sus anteojos… Aún hoy me sé de memoria la primera página de aquel libro. Nunca olvidaré el día que pude leerlo completo ni el momento en el que mi madre me lo regaló al comprender que, lejos de romperlo, cuidaría como nadie de aquel tesoro suyo tristemente heredado.

Ese fue mi primer libro. El que me hizo desear aprender a leer antes de tiempo. El que sembró en mí la sed de otras vidas distintas encriptadas en letras, el ansia de aventuras entre líneas. Lo descubrí en el último cajón del ropero de mi madre, al fondo, oculto entre las sábanas, sin estrenar casi, sin que nadie lo hubiera leído en los últimos treinta años, como si él mismo fuera parte del inútil ajuar guardado, cerrado y mudo mientras esperaba conocerme.

 

3 comentarios en “El tesoro prohibido

  1. Nada más delicioso que lo prohibido. Nada más etéreo que las páginas de un libro, pero nada más férreo que las consecuencias de esa mezcla. En tu caso, la maestría.
    Siempre es un placer leerte, Ana. Pero hoy más. No sabía que nos unía Twain… Una cosa más.

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